Cada vez que un obrero de la construcción muere en un “accidente”
de trabajo, el gremio de la construcción, el SUNCA, para por un día. Cada vez
que un trabajador del taxi o del ómnibus sufre un hecho de violencia grave los
ómnibus y taxis paran de inmediato.
El año pasado una serie de paros de los funcionarios de
registros en reclamo de un aumento salarial paralizó miles de operaciones de
compraventa. La semana pasada hubo un paro de la educación en reclamo por el 6% del PBI
para la educación, el freno al TISA o cualquier acuerdo que permita la
privatización, por un sistema de becas para estudiantes del sector público y
la defensa del Hospital de Clínicas como hospital universitario público
estatal*.
Diferentes problemas y la misma medida: el paro. ¿Sirve para
algo? ¿Es válido? ¿Siempre es válido? Que los trabajadores podemos parar es
algo obvio. Hemos conquistado ese derecho hace mucho y es un arma invalorable
en la defensa del sector trabajador.
De ahí a que cuestionar un paro sea prácticamente una herejía hay un gran trecho. No todo es tan lineal como parece en los discursos
públicos. Definir si un paro es justo no debería ser tan fácil. Los he
escuchado en la oficina, en casa y en la vereda: si el paro me afecta más
(porque me clavé en la parada de ómnibus, porque quiero vender mi auto y no
puedo, porque se alarga un día más la obra que tengo en casa, porque no se qué
hacer con el nene cuando no tiene escuela), entonces es más injusto, y si me
afecta menos, entonces vaya y pase.
Si a esto le sumamos la manija que se da desde ciertos
sectores (recuerdo a Gabriel Pereyra desde la tribuna de El Observador llorando
porque la empleada de una colega no sabía qué hacer con sus hijos* un día de
paro en 2013 o leo el comunicado de un grupo del Frente Amplio que, apelando al melodrama, se pregunta; “¿Cuántos niños se quedan sin comer hoy?”* ), el debate, sobre lo
adecuado o no del paro como herramienta en cada caso, se va desfigurando mucho.
A esto sumémosle un paro como el de la semana pasada, en el
que las “razones” para tomar esta “medida de lucha” son tantas como
ingredientes en una receta. Algunos nos pueden gustar y otros nos dejan un
gusto raro. Esconder una serie de reclamos variopintos detrás del histórico 6%
para la educación es al menos un recurso bajo.
¿Qué tan de acuerdo estamos los uruguayos con que se
dedique 6% del PBI como mínimo a la educación? No lo sé con exactitud, pero
me animo a decir que hay un amplio consenso y que si se tocan los resortes
correctos podríamos salir todos a la calle a defender ese piso para la
educación de todos.
¿Qué tan de acuerdo estamos
con que se frene el TISA? ¿Qué tanto apoyamos un sistema de becas para
estudiantes del sector público? ¿Qué tanto nos copa la idea de que el Hospital
de Clínicas siga siendo un “hospital universitario público estatal”? La respuesta
es fácil: no tenemos ni puta idea.
Los gremios de la educación actúan de maneras diversas y no pueden
ser interpelados como una masa uniforme. Sin embargo, en común tienen que desde
hace años están fallando sistemáticamente en la comunicación, la convocatoria
y la concientización de sus problemas.
La llegada del Frente Amplio al poder en 2005 parece haber
debilitado más que fortalecido las demandas de los trabajadores organizados de
la educación. Los paros, como el del miércoles, asoman como medidas
descolgadas de la realidad. No porque “cuántos-niños-se-quedan-sin-comer-hoy”,
sino porque se discute mucho más sobre lo correcto o incorrecto de la medida
que sobre los reclamos que la impulsan.
Ahí la falla, lamento decirlo, es toda de los gremios de la
educación, que aparecen carentes de ideas y desconectados del resto de la “clase
trabajadora”. Un poco de imaginación, a la hora de la lucha, siempre se
aprecia.