Le puse stop al video justo cuando en una misma habitación
se habían juntado una travesti, un animal y el camarógrafo. Definitivamente lo
que estaba por ver no me iba a gustar nada. Cerré el video, fui a la
información del grupo, vi quiénes eran los participantes y me salí para no
volver más.
No era el primer grupo de Whatsapp por el que había pasado
en el que se compartían casi a diario contenidos que alguien podría llamar
porno. Una sucesión de videos de culos, dedos, eyaculaciones, caras, personas
evidentemente drogadas, videos caseros o con más producción, mujeres haciendo
petes, mujeres teniendo sexo por adelante y por atrás, mujeres teniendo sexo
entre ellas. Mujeres que cumplían con todos los cánones de belleza actual y
mujeres que estaban muy pasadas de peso. Con y sin todos los dientes. Un asco
que, sin embargo, alguien encuentra gracioso, entretenido y muchas veces hasta
estimulante.
Seguramente, las personas que arman esos grupos de Whatsapp
y osan incluirme no me conocen ni un poco, claro. Ni me dan gracia, ni me excitan.
Asco. Comenté el fenómeno con una amiga y me dijo que no tenía idea de lo que
estaba hablando. Lo comenté con otra y me dijo que sí, que su ex tenía un grupo
con sus compañeros de cuadro en la liga universitaria y que siempre tenía
videos de mierda, que nunca le dejaba verlos y se preocupaba de borrar a menudo.
Lo comenté con mis amigos. Parece que no es tan raro.
Compañeros de trabajo con la panza inflada justo arriba del
cinturón, atléticos miembros de un mismo equipo de fútbol, repartidores de esos
que pasan todo el día en un camión por las calles, adolescentes de algún
colegio bien. Padres, novios, hermanos, hijos. Todos en un mismo grupo de
Whatsapp, como haciéndose una paja (mental y de las otras) juntos, mirando el mismo
video, riendo juntos, festejando como le rompen el culo a esta, como la traga
la otra, como la dejan a aquella. Ríen, se miden a ver quién la tiene más
grande.
Les da vergüenza, por eso sólo lo hacen en determinados
grupos de Whatsapp. Normalmente solo uno o dos de los participantes se encarga
de proveer los videos. Los más pajeros y tal vez los más peligrosos. Se toman
el trabajo de rastrear el video en internet, descargarlo y volverlo a cargar en
su celular para compartirlo. Algo no está bien en esas cabecitas. Falta de
sexo, falta de placer sexual, tendencias homoeróticas reprimidas; un psicólogo
se podría hacer una fiesta (no por eso hay que dejar de consultarlo).
Después están los otros, los que reciben los videos, algunos
comentan, otros arriesgan un tímido jaja
y otros miran nada más en silencio, de tanto en tanto. Están los menos, que se
avergüenzan tanto de pertenecer al grupo, pero la vergüenza de abandonarlo y
darles la espalda a los otros pajeros es tan grande que se quedan y ni siquiera
descargan el video. Estamos hablando de abogados, ingenieros, obreros,
estudiantes, vagos.
Estamos hablando de hombres que pueden indignarse si le
mirás a la novia o les tocás el culo, pero que encuentran cierto placer en
compartir un video de un baño de Santa Teresa o de una mujer drogada cabalgando
arriba de un dildo.
No tenemos que esperar
a que maten a otra mujer para preocuparnos por el machismo, ni esperar a
que aparezca otra chica trans en alguna cuneta para hablar de cuánto nos cuesta
asimilar lo diferente.