jueves, 22 de agosto de 2019

Amazonas: es la política, idiota



En las últimas horas hemos sido testigos, fundamentalmente a través de las redes sociales, de una explosión de incendios que afectan la selva del Amazonas y zonas aledañas. Posteo tras posteo, tuit tras tuit, historia tras historia, he visto como muchos de mis amigos virtuales -especialmente aquellos con una sensibilidad "verde"-  comparten  el horror que se vive hoy en este pulmón del mundo.

Lamentablemente, no muchos de ellos saben algo sobre el proceso que terminó abruptamente con el gobierno de Dilma Rousseff en 2016, no tienen idea clara de cómo Lula llegó a la cárcel ni qué signo ideológico o que sistema de ideas defendía el actual presidente de Brasil durante su campaña.

Este ataque al centro ecológico del planeta, no tiene nada que ver ni nada para comparar con el incendio de una hermosa iglesia parisina. Aquí lo que sucede no es una desgracia, aquí lo que sucede es una política y esa política sustentada en votos (más o menos engañados), en armas, en poder y en ideas es la que está generado una catástrofe de éstas proporciones.

Entiendo que uno no puede saber de todo ni estar al tanto de todo. En la vida cotidiana, la información de calidad es un bien cada vez más preciado. Pero sorprende ver a tantas amigas y amigos que día sí y día también se preocupan por militar no usar plásticos, no comer determinados alimentos, reducir el consumo individual y evitar las bolsas del supermercado (todas cosas muy loables) pero cuando le hablás de un político o un proceso electoral, bostezan y cierran rápido la conversación con un "son todos lo mismo". Pues no, no lo son, y no debería hacer falta que se prenda fuego el Amazonas para que lo vean.

Y esto me lleva a un segundo nivel de reflexión y es el que tiene que ver con cómo los movimientos verdes deben y pueden acercarse a la política y al sistema político (y viceversa). En Uruguay, esos caminos son aún muy antagónicos. Desde los conservacionistas de décadas pasadas a quienes se niegan a cualquier desarrollo productivo que afecte el ambiente, los movimientos ambientales y el sistema político han permanecido (casi) siempre en veredas diferentes. Como resultado, el impacto de los movimientos ambientalistas ha sido mínimo y la inclusión del tema ambiental de forma seria en los programas políticos también. Todos perdemos aparentemente, menos claro, el gran capital que hoy celebra la nueva tierra para ganadería en donde antes había selva tropical y que al mismo tiempo ahora te vende un monopatín eléctrico con la excusa de que tu estilo de vida ya está contaminando mucho.

El ejemplo de hoy es algo tan claro, que nos puede servir para comprender de manera cabal qué es retroceder en materia de derechos y cómo la falta de trabajo conjunto entre movimientos sociales y políticas de Estado puede provocar estas catástrofes.
El fuego que destruye hoy al Amazonas es producto de una política y esa política es producto de un gobierno. Por más cuestionables que hayan sido las políticas ambientales de la izquierda brasileña cuando estuvo a cargo del gobierno, nunca alcanzaron los niveles de depredación que hoy vemos horrorizados.

Al final, la corrupción, el impeachement, las definiciones políticas y las movilizaciones sociales a favor y en contra de un gobierno, sí tenían mucho que ver con el futuro sostenible de la humanidad, mucho más que el tipo de bolsa que elijas para hacer tus compras.

sábado, 17 de agosto de 2019

Brasil en el espejo



Está defendiendo el pulmón del mundo de la depredación: Muerto. Está defendiendo los derechos de los más excluidos: Muerta. Está defendiendo el derecho a la libertad de prensa y expresión: Muerto. Está reclamando respeto por la diversidad sexual o cultural: Muerta. Ese, es el Brasil de hoy.

Cuatro años atrás, en medio de una feroz crisis económica, las cosas eran de otra manera en el gigante sudamericano. Bajo los gobiernos de Lula y Dilma, Brasil supo ser la sexta economía del mundo y sacar a millones de personas de la pobreza. Había exclusión, había ataques a la libertad de expresión, había discriminación y había un avance más lento, pero sin pausa, de la destrucción de ecosistemas. Sin embargo, ahora es todo mucho más oscuro. La vida en Brasil ya no vale y quien la defienda, corre serio riesgo de perderla.

Es oscuro el Brasil de hoy. Nadie parece entender cómo llegó a eso tan rápido, cómo cayó tan bajo. Las noticias que llegan a los noticieros de Uruguay son pocas y en general tienen que ver con fríos datos económicos que nos hablan de millones de nuevos pobres, caídas de exportaciones y producción industrial, profunda recesión económica. El problema es lo que no vemos, la degradación social que acompaña esa degradación económica: muertes de cientos (CIENTOS) de activistas ambientales y de derechos humanos, sin justicia, sin culpables, sin nombre; niños y niñas literalmente con hambre-nivel-África; violencia exacerbada hacia minorías y sobre todo impunidad, aquí y allá.

¿Cómo llegó Brasil a esto? ¿Cuánto hay de democracia en el país vecino? Es imposible saberlo, las crónicas que llegan desde cualquier rincón -desde la frontera con Rivera hasta el nordeste olvidado, son aterradora- están ahí para quien quiera leerlas o escucharlas. Hasta la Globo, el mayor monopolio mediático opositor a Lula y Dilma, que impulsó su caída más allá de cualquier legalidad, hoy reconoce que lo de este gobierno es “demasiado”.

Mirarse en el espejo de Brasil es reconocer un claro camino que no queremos transitar. Si para algo puede servir la terrible situación del gigante norteño es para alertarnos: los tiempos oscuros, esos que pensamos que nunca volverían, pueden estar aquí mucho más rápido de lo que pensamos. ¿Asustando viejas? Googleá Marielle Franco, Cristian Javá Ríos, Jean Wyllys o leete el informe de Human Rights Watch

“Uruguay no es, nunca fue y no será como Brasil” me pueden decir, y razón no les falta. Pero en nuestra pequeñez y nuestra idiosincrasia calma, hemos sabido cultivar:

  • un candidato a la presidencia profundamente militarista, que ha recibido 47.000 votos en una elección interna (más que Mario Bergara, José Amorín Batlle o Enrique Antía, sin siquiera competencia interna).
  • un Partido Nacional que abrazó la publicidad falsa de la mano de Juan Sartori, que propone el recorte de derechos de la mano de Verónica Alonso, que impulsa la militarización de la seguridad de la mano de Jorge Larrañaga. Todo exactamente igual que Jair Bolsonaro. 
  • una idea creciente de que el sistema político no da respuestas a las necesidades de “la gente”, sin discriminar dentro del sistema político y sin aclarar nunca cuáles son las necesidades y quienes son (somos?) la gente.


No es necesario caer tan bajo. No es necesario entrar en esa larga noche que hoy atraviesa Brasil. Tenemos un espejo gigante bien cerca al norte, que nos muestra un futuro posible. Sólo tenemos que mirarlo.  

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Más >> ¿Cómo llegó Brasil a Bolsonaro?

El juicio político que destituyó a Dilma Rousseff nada tuvo que ver con acusaciones de corrupción. Sin embargo, Eduardo Cunha, líder en el parlamento del circo llamado Impeachment, cumple hoy una condena de 24 años de prisión por corrupción.

Quien sucedió a Dilma luego del juicio político inventado fue Michel Temer, quien además de empujar al país al precipicio de la pobreza, se encuentra hoy tras las rejas, también investigado por corrupción.

El principal candidato a ganar las elecciones en Brasil, el líder progresista Lula Da Silva fue privado de participar en las elecciones y encarcelado bajo una falsa causa de corrupción (aparentemente el presidente de Brasil era tan fácil de comprar que apenas alcanzaba con un apartamento que nunca fue de él).

Las elecciones fueron ganadas por un candidato que apostó a las Fake News, a la desinformación, al uso ilegal de datos personales y a la represión y el discurso anti política. Su nombre, Jair Bolsonaro. Su ministro de Justicia, Sergio Moro, casualmente el mismo juez que metió preso a Lula, ahora confirmado, sin pruebas y con intenciones.

Venezuela en el espejo


La democracia en Venezuela es un sueño que nadie sueña. El país que soñaron millones y millones de venezolanos es hoy un Estado fallido.

Hay un gobierno que ya no puede decirse democráticamente elegido. Hay una oposición dispuesta a cualquier cosa por llegar al poder. Hay intereses externos que juegan fuerte. La situación de Venezuela, como la de ningún otro país de este hemisferio, se ha metido en el debate electoral de cuanta elección haya habido en la última década. Desde España hasta Argentina, de Estados Unidos a nuestro pequeño país.

¿Por qué es tan importante este país? ¿Por qué nos deben importar las definiciones sobre el mismo de los dirigentes frenteamplistas? ¿Por qué interesa más saber si Venezuela es o no una dictadura para tal o cual candidato? Las respuestas están ahí para quien quiera hacerse las preguntas. Hay políticos que quieren y sienten que pueden sacar algún rédito político a partir de la miserable situación del país caribeño.

¿Esto significa que debemos dejar de preocuparnos tanto por Venezuela y mirar para otros lados? No. La Venezuela Chavista, líder en procesos (y victorias) democráticos, que disminuyó la pobreza y reactivó los procesos de cooperación en el continente a base de su petróleo fue degradando su naturaleza hasta ser hoy un país donde el Estado ejecuta y asina, donde comer es muchas veces un privilegio y vivir una suerte. La injerencia norteamericana y el odio de una clase dominante acumulado en derrota tras derrota electoral fueron empujando al país cada vez un poco más hacia el caos. Falta de alimentos, cortes de energía, circos de ayuda para nada humanitaria y violencia en las calles, siempre violencia en las calles, que mueran los pobres peleando por los ricos.

Ese espiral de violencias que nadie sabe en qué momento exacto comenzó pero que todos parecen querer que termine está hoy profundamente alimentado por países del arco neoliberal latinoamericano, fuertemente apoyados por Washington. También, vale decirlo, está alimentado por un gobierno inepto y que acorralado sólo sabe dañar más y más a su pueblo.

En Uruguay, ningún dirigente político ha osado siquiera insinuar que las medidas económicas o políticas de Venezuela pueden replicarse en el país. Lejos de eso, la orientación de la economía uruguaya y la venezolana han tomado caminos bien distintos. En ese crisol de desigualdades que es Latinoamérica, Uruguay y Venezuela se han despegado para ocupar ambos extremos de todas las listas y rankings. Uno líder en calidad democrática, transparencia, crecimiento, distribución y derechos. Otro convertido en el país más violento, con instituciones más dañadas, con una caída eterna del crecimiento demasiado atado al precio del petróleo.

El gobierno uruguayo, casi en solitario en esta región temporalmente plagada de gobiernos subordinados a Trump, ha logrado, con mucha flexibilidad y mucho equilibrio, insistir en la vía del diálogo para buscar una salida negociada, y sobre todo no violenta, a la situación de Venezuela. A contrapelo de lo que reclaman desde el Grupo de Lima (un club de países americanos alineados detrás o debajo de Estados Unidos), desde Washington o desde las gargantas afónicas de algunos dirigentes de la oposición local en plena campaña electoral, el gobierno, aliado con México, Noruega y un pequeño puñado de países sensatos, insiste con el diálogo, en el entendido de que la violencia sólo traerá más sangre, mucha más sangre para el pueblo venezolano.

El espejo de Venezuela no nos muestra un país como Venezuela. Han pasado 15 años de gobiernos frenteamplistas y ese cuco ya no tiene sentido. Ese espejo, tan oscuro hoy, sólo sirve para conseguir un pequeñísimo rédito a nivel local, un rédito bañado en sangre.

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Más

El informe de la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta a que en Venezuela el Estado es responsable de una enorme cantidad de ejecuciones, omisiones gravísimas en la garantía de los derechos a la vida, la salud o la seguridad personal, habla de cárceles similares al infierno, donde como siempre, las mujeres aún sufren más, habla de hambre en algunos puntos del país y de la dificultad para obtener alimentos prácticamente generalizada. Es un informe brutal por su claridad e impacto y está plenamente enfocado en la labor del Estado/gobierno.

Del otro lado, tenemos un gobierno paralelo y autoproclamado por el líder opositor Juan Guaidó, que responde directamente a Estados Unidos y de dudosa intención pacífica. Tenemos bandas armadas que han causado violencia y muerte en el país desde hace al menos dos décadas y un sector históricamente de clase muy alta que ha hecho lo legal y lo ilegal para tumbar a un gobierno que nunca quiso.

Todo esto, por si fuera poco, sobre un país llenito de petróleo. Mejor dicho: el país con las mayores reservas de petróleo del mundo. La injerencia extranjera, quieran o no los venezolanos, está y estará a la orden del día.

martes, 18 de diciembre de 2018

Decir no para decir sí


Quince años atrás, los uruguayos y las uruguayas dijeron no va más a una serie de políticas y formas de conducir el país compartidas por los partidos tradicionales en el gobierno desde la salida de la dictadura militar.


La corrupción estaba metida en el sistema político de coalición que gobernó entre 1985 y 2004 y la pobreza y la exclusión crecieron alcanzando niveles insospechados en el comienzo del nuevo milenio, cuando los países vecinos, Brasil y Argentina, entraron en grandes crisis provocadas en gran parte por los gobiernos neoliberales que los gobernaban.

A veces hablar de aquel entonces se torna repetitivo y aburrido, pero cuando pienso que el año que viene votarán por primera vez personas que tenían apenas dos años cuando la crisis estalló y su memoria sólo les devuelve presidentes del Frente Amplio, lo repetitivo se torna un poco necesario.

En aquel entonces, hablar de aumento de salario era un delirio, pensar en conseguir trabajo de lo que habías estudiado era una pretensión sin lugar, pensar en conocer otro país era casi utópico.

Casi 20 años tardamos en decir no va más, nublados por los medios de comunicación que no nos contaban lo que realmente pasaba, aterrorizados con el regreso de una feroz dictadura si osábamos mirar siquiera para la izquierda, mal convencidos de que nuestro destino estaba invariablemente atado a las locuras que se hacían del otro lado del Río de la Plata.

Finalmente, como cuando el pueblo fue a las urnas en 1980 para decirle no va más a la dictadura militar, en 2004, luego de la más feroz crisis que haya vivido nuestro pequeño país, el pueblo fue a las urnas y dijo no va más.

A partir de ahí, vinieron 15 años de gobiernos frenteamplistas. En este proceso cayeron un montón de ilusiones acumuladas por personas de izquierda que venían luchando por este cambio de gobierno desde hacía mucho tiempo. Las expectativas chocaron con la realidad y no han sido pocos los que se han sentido defraudados por los gobiernos progresistas. No hubo reforma agraria, no se tocó profundamente la estructura productiva del país, no se hizo justicia con militares y civiles que torturaron, desaparecieron, robaron y asesinaron durante la dictadura y muchas otras cosas no pasaron.

Sin embargo, el trabajo que hicimos todos y todas y el que desempeñaron los tres gobiernos del Frente Amplio nos presentan hoy una realidad innegable que nos cuesta asumir como tal, como cuando llegamos a semifinales en Sudáfrica 2010 y no nos lo terminábamos de creer ¿se acuerdan?.

Uruguay es hoy un país cuya economía crece mientras sus vecinos se derrumban (una vez más) en políticas neoliberales y represivas que generan caída de la economía, más pobreza y exclusión. Sí, por primera vez nos dimos cuenta que si hacemos las cosas más o menos bien, los resultados serán diferentes.

Uruguay es también uno de los países menos corruptos del mundo, según Transparencia Internacional, ubicado en el puesto 23, empatado con Francia y superando a países como España, Italia, Portugal, Chile o Corea del Sur.

Uruguay es el único país del hemisferio, junto con Canadá, que tiene una democracia plena según el índice de democracia de The Economist, superando a países como Estados Unidos, Francia, Japón o Bélgica.

Uruguay es el noveno país del mundo en cuanto a libertades, según Freedom House, superando a países desarrollados como Estados Unidos, Alemania, Suiza o Dinamarca.

Puedo seguir: Uruguay es el país con mejores trabajos en América Latina según el BID, y en el que más han aumentado los salarios en el continente según la OIT. Nuestro país tiene la mayor velocidad de conexión a Internet de la región y es el país con más población conectada de América Latina superando a países como España, Portugal o Irlanda. Además, Uruguay es el único país de América Latina entre los gobiernos digitales más avanzados del mundo, según Naciones Unidas. También somos uno de los países con menor emisión de CO2 per cápita y con mayor porcentaje de uso de energías renovables en el mundo, según el Banco Mundial.

Todos estos indicadores son reales y sin embargo, no significan ni cerca que tengamos todo resuelto. Uruguay adolece de problemas clave, como cualquier otro país, que todavía debe enfrentar. Pero para hacerlo, se necesita un país en las mejores condiciones posibles, por esto, en 2009 y 2014 la mayoría del pueblo volvió a decir no a los avances neoliberales de los partidos tradicionales.

Tres elecciones consecutivas con las mismas propuestas y las mismas ideas por parte de una oposición que no ha dado nunca la talla, se traducen en tres derrotas incuestionables de las que parecen no haber aprendido nada (bueno). Hoy y en 2019, la estrategia es otra: si no puedes convencerlos de tu verdad, entonces miente.

A Macri le salió bien, cualquier promesa de su campaña ha sido incumplida. A Bolsonaro le salió bien, toda su campaña se basó en la más absoluta mentira. Parece que la realidad no debe ser un factor a tomar en cuenta, y así, no la derecha neoliberal, sino una más rancia, autoritaria y nacionalista parece levantarse de nuevo.

Ahora a los uruguayos y a las uruguayas nos toca algo que siempre nos costó hacer: cambiar el no, por el sí, y apostar a dar un salto de calidad que no solo nos termine de despegar de la región, sino que sirva como faro para todos aquellos en nuestros países vecinos que están sumidos en el desconcierto.

Este no puede ser un a más de lo mismo, es un a un cambio cualitativo, a un nuevo liderazgo dentro de la izquierda que tenga energía, que no tenga miedo a innovar y a probar nuevas y originales ideas. Ya no podemos subirnos a la locomotora de Brasil, porque se estrelló contra un muro de corrupción y autoritarismo. Ya no podemos esperar que los turistas argentinos nos salven en cada verano, porque sus vacaciones se han visto seriamente comprometidas por el largo invierno que han votado. Es tiempo de creer, como empezamos a creer en aquel mundial del 2010, que las respuestas están más que en nadie, en nosotros.



PD: Abandonen el hashtag #4FA, que esto no es un partido de fútbol. El triunfalismo es mediocridad y el 4 sólo recuerda que ya hubo 3 que no han podido con algunos temas espinosos de verdad. La alegría de vivir en un país como el Uruguay de 2018 tienen que ser de todas y todos, sino no vale la pena.